Joaquín Morales Solá
Para LA NACION
Viernes 19 de junio de 2009 | Publicado en edición impresa
En un lúcido artículo publicado en el diario El País , de Madrid, Julio María Sanguinetti se preguntaba hace pocos días, a propósito de las parodias argentinas de "Gran Cuñado", si la sátira "no terminará desviando el juicio sereno de un votante hacia anécdotas y estereotipos necesariamente farsescos". Con su estilo claro y riguroso, el ex presidente uruguayo invitaba a reflexionar "sobre la manera en que un programa de esta naturaleza puede transformarse en un escenario decisivo desde el punto de vista político".
Coincidiendo con Sanguinetti, debemos llegar a la conclusión de que el programa de Marcelo Tinelli no resulta ajeno al curso de la campaña electoral ni al vaivén de las encuestas. El conductor se preocupó muy poco por su neutralidad, pero es probable que el día después de las elecciones debamos analizar el "efecto Tinelli" en los resultados del 28 de junio.
La audiencia de "Gran Cuñado" ha caído 10 puntos desde su espectacular estreno. No obstante, sigue contando con un rating que lo convierte, de hecho, en la más grande vidriera de la política argentina. Salvo algunas excepciones (Elisa Carrió y Néstor Kirchner, por ahora), la mayoría de los políticos parodiados decidió concurrir al programa, dialogar con su imitador y hablarle al resto de los histriones como si fueran los personajes reales y no sólo eficientes actores. Los políticos no ganan mucho respeto con esas presentaciones, pero ellos mismos justifican su decisión señalando que es preferible estar ahí ante la alternativa de no estar.
No estar ahí significa desaparecer. ¿Qué han hecho para que sólo hablando de frivolidades, protagonizando diálogos ilusorios o haciendo de su trabajo un ejercicio de humor les devuelva la sensación de existir? Un programa de humor sobre la política y los políticos tiene vastos seguidores en todo el mundo. La rareza argentina es que ese programa se está levantando como una suerte de areópago de la política local, en el que su influencia podría ser decisiva en las elecciones inminentes y más cruciales de la era kirchnerista.
Un programa de humor concluye para la reflexión colectiva en el mismo instante en el que su conductor se despide. Los televidentes sueltan entonces sus últimas risas y sonrisas para volver de inmediato a sus menesteres.
La pregunta que deberían hacerse los candidatos es si no pasa lo mismo cuando ellos hablan en serio en formales programas políticos. Para decirlo sin tantas vueltas: el problema de la política argentina no es "Gran Cuñado", sino su vaciedad conceptual y su módico fardo de ideas.
Los discursos de campaña son patéticos en ese sentido. Los argentinos están condenados a pasar de la nostalgia kirchnerista por un tiempo que no volverá (con agravios incluidos) al voluntarismo sin propuestas del peronismo disidente, atravesando también el repetido código de buenas intenciones del no peronismo. ¿En qué país quisiera cada uno de ellos que vivieran los argentinos? ¿En qué mundo inscribirían ellos a la Argentina? Sólo se sabe que los opositores, sean peronistas o no peronistas, quieren volver a un sistema político más tranquilo y consensual. Una obviedad para la mayoría social fatigada del método kirchnerista.
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El único favor que la política le debe a Tinelli consiste en que resucitó a la propia política, aun en medio del sarcasmo y la burla. Entre tanta confusión intelectual, el conductor -o su programa- no ha dejado de mostrarse como un argentino más, con sus debilidades, sus vicios y sus desenfrenos. La votación para premiar o castigar es así no más, cargada de desconocidas, pero supuestas chapucerías. No es transparente, pero a nadie le importa que lo sea.
Los dos personajes más beneficiados por las imitaciones, Néstor Kirchner y Francisco de Narváez, y los más perjudicados, Julio Cobos y Carlos Reutemann, hablan del conductor (¿y por qué no de una fracción de la sociedad argentina?) más que cualquier manual de sociología. El personaje ficticio de Kirchner es un hombre pícaro, hábil y oportunista, que resulta muy distinto del Kirchner real, autoritario, manipulador y malhumorado.
Sin embargo, una porción social importante es siempre seducida por un audaz enredador, capaz de sortear la ley y las normas para sacar provecho propio. ¿En qué otro país del mundo se le hubiera perdonado a un político que se llevara al extranjero los recursos fiscales del estado que gobernaba para protegerlos del propio Estado? ¿Cuántos dirigentes argentinos han sido sacralizados por saber todo y no entender nada? Esas cosas pasan sólo en la Argentina.
De Narváez consiguió la popularidad que necesitaba a través del programa de Tinelli. ¿Lo describe como un hombre rico? Sí. Es rico. Hay entonces que sacar otra conclusión: los argentinos no detestan a los ricos, como supone el Gobierno. Una mayoría, al menos, quiere alcanzar esas cimas de riqueza. En el pobre conurbano bonaerense, la gente común le pregunta a De Narváez por los autos Mercedes-Benz y por los relojes Rolex que le adjudicó Tinelli. Tiene curiosidad por saber de esas cosas y no las rechaza.
Cobos y Reutemann son retratados como personas indecisas (y ninguno de ellos lo es), extremadamente callados y grises. Después de Menem, de Kirchner y hasta del propio Raúl Alfonsín, los argentinos parecen identificarse con líderes épicos, centrales, capaces de reescribir la historia a partir del arribo de ellos mismos a la historia. El diálogo y el consenso, y el necesario decurso de una democracia aburrida, es sólo un anhelo social que coincide con el deber ser. No hay otras constancias, más que esos vagos y fugaces sueños colectivos.
Un fenómeno político de tanta levedad no desmerece al conductor del programa ni al programa, sino a los dirigentes políticos argentinos, que pueden estar con igual comodidad y pertenencia en un programa de humor o en un recinto parlamentario. En aquel artículo, Sanguinetti destacó que "la razón es la gran ausente" en el ciclo de Tinelli. Es cierto: la razón no está ahí. Pero, ¿dónde está?